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Mar 18 22 tweets 8 min read
Una vez asumido el general Eduardo Lonardi como presidente de la Nación, comenzaron las luchas internas dentro del gobierno surgido de la Revolución Libertadora.
El gran problema dentro del gobierno era como manejar la herencia de Perón: el apoyo de las masas, las instituciones y las políticas puestas en vigor durante la última década.
El nuevo presidente, hombre de impulsos generosos, pero con experiencia política limitada, comenzó su administración nombrando en los cargos principales a amigos y participantes de la lucha antiperonista, sin interés por sus opiniones políticas.
El resultado fue un gobierno con predominio de civiles en el nivel ministerial, pero que no compartía un mismo enfoque respecto de los problemas del momento. En un extremo estaban los autotitulados demócratas, hombres que se identificaban con las tradiciones liberales de la
Argentina, la mayoría de los cuales habían sido pro aliados durante la Segunda Guerra Mundial y que se habían opuesto a Perón desde el comienzo mismo. Entre moderados y conservadores en sus concepciones socioeconómicas, querían desmantelar el aparato político peronista, reducir
el poder de la CGT y reconstruir la vida política sobre la base de los partidos políticos antiperonistas.
En el otro extremo estaban los nacionalistas católicos, hombres que consideraban tanto el liberalismo argentino como los partidos políticos tradicionales como traidores a
los verdaderos valores nacionales. Neutrales, si no claramente partidarios del Eje durante la guerra, habían dado la bienvenida a la elección de Perón en 1946 y encontrado muchas cosas dignas de elogio en su primer gobierno.
Fue solo después que se volvieron contra él, exasperados por su hostilidad a la Iglesia Católica, por su viraje en la política petrolífera, su acercamiento a los Estados Unidos, y por la corrupción y lo excesos que caracterizaron la etapa final del peronismo.
Ahora, sin Perón en el poder, esperaban atraer a sus simpatizantes mediante el mantenimiento de la estructura del Partido Peronista y el establecimiento de acuerdos con los dirigentes de la CGT.
En la perspectiva de futuras elecciones, esperaban sin duda reorganizar la vida política argentina sobre la base de un peronismo sin Perón, y de este modo asegurar la victoria de los candidatos nacionalistas.
A esto se sumaba el visto “bueno” de algunos dirigentes peronistas al presidente Lonardi. Por ejemplo, el de Alejandro H. Leloir, presidente del Consejo Superior del Partido Peronista, que le envió una nota saludándolo por su asunción y declarando que el movimiento peronista
comenzaba una marcha “sin andadores”. Otra figura peronista que se acercaba al gobierno era la de Juan Atilio Bramuglia, a quien Lonardi le habría ofrecido informalmente ser el ministro de Trabajo y Previsión Social en su gobierno.
Los principales exponentes del punto de vista nacionalista en el gabinete eran el ministro de Relaciones Exteriores, Mario Amadeo, el de Trabajo y Previsión Social, Luis Cerutti Costa, y dos generales, Uranga, ministro de Transportes, y Bengoa, de Guerra.
Pero una figura más importante era Clemente Villalda Achával, cuñado del presidente, que actuaba como asesor principal en la Casa Rosada. Villalda Achával era un militante católico que había contribuido a organizar la rebelión en Córdoba, este ocupaba una estratégica posición que
le permitía influir sobre las designaciones y moldear las políticas del gobierno. El grupo rival tenía su principal exponente dentro del gabinete en el ministro de Interior y Justicia, cargo para el cual el presidente había designado a su amigo y asesor legal, Eduardo Busso.
Distinguido profesor de derecho civil, Busso confiaba plenamente para los asuntos políticos en su subsecretario Carlos Muñiz. Muñiz y sus colaboradores dedicaban todas sus energías en aumentar la influencia de hombres con sus tendencias y a impedir la posible amenaza de que el
nacionalismo dominara el gobierno, por ejemplo intentando de que hombres de izquierda liberal fueran nombrados como directores de los diarios incautados a los peronistas, y utilizando la prensa para denunciar a sus rivales dentro del gobierno.
Compartían esa preocupación, aunque por razones que trascendían la esfera civil, el almirante Rojas, vicepresidente, y el mando de la Marina, representado por el almirante Teodoro Hartung, designado ministro de Marina, y el capitán de navío Arturo Rial, subsecretario.
Convencidos de que Perón había sido derrocado gracias a la Marina, estos hombres estaban resueltos a que su institución tuvieran el mayor peso en las designaciones gubernamentales y las decisiones políticas.
Por tradición, recelosos de los nacionalistas del Ejército, a quienes consideraban no demasiado mejores que Perón, los jefes de la Marina eran sensibles a cualquier medida que pudiera aumentar la influencia nacionalista en el gobierno.
Otro foco de oposición al nacionalismo podía encontrarse en la Casa Militar. Lonardi nombró jefe de esta al coronel Bernardino Labayru, un amigo y conspirador en 1951. Reincorporado al servicio activo, Labayru trató de contrarrestar la influencia nacionalista del Ejército.
En parte por influencia de Labayru sobre el presidente, otros oficiales reincorporados y de ideas afines a las suyas obtuvieron designaciones claves en el área de Buenos Aires.

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